(Por P. M.)
Manolo era un hombre feliz. Se levantaba a las 5 de la mañana un día sí y otro no. Su perro se
llamaba Balleta y no comía más que desechos de tienda. La esposa de Balleta se llamaba Arousa y la hija de Manolo, Landelina. Una mísera choza de paredes de barro y techumbre de paja era la morada de un hombre que trabajaba en una cantera. El rasgo más característico de Manolo, aquél que le diferenciaba del resto de los mortales y hacía de él un revisionista aberrante, era que
siempre había sido un hombre absolutamente opaco. Jamás dejó que los rayos de la luz atravesaran su cuerpo. Los amigos más cercanos de Manolo le llamaban Alfredo porque éste era el nombre con el que todos desearíamos haber sido bautizados. Alfredo llevaba una vida totalmente distinta, opuesta, incompatible a la de Manolo. Trabajaba en una industria dedicada a la fabricación artificial de guantes de hurón tasmano, y nunca deseó nada más para vivir, ni para soñar, ni para ser aplastado. Manolo no quiso someterse jamás a las reglas, ni medir con ellas. Seguía con obstinación los debates televisivos y no dejaba que nadie, ni siquiera el presidente del Tribunal de Menores, le cambiara de canal. A Alfredo no le gustaba la televisión sino la radio. Desde que estuvo a punto de pescar un lucio en el río del pueblo, no había podido desengancharse
de su adicción a las ondas. Manolo y Alfredo eran amigos y enemigos, extraños y conocidos, buenos y malos, perros y gatos, libres y enclaustrados. Nunca precisaron de nada ni de nadie, nunca dijeron siempre jamás. Eran mudos y poco expresivos, nadie oyó de ellos una palabra de amabilidad. Quizá su tara se debiera a una prematura separación de sus padres, o no era más que un truco para hacerse notar. Lo cierto es que Alfredo no sabía de la existencia de Manolo, ni Manolo de la de Alfredo. Pero se querían como hermanos, como hijos de una misma madre, como primos de un mismo primo. Eran tal para cual.
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