martes, 23 de diciembre de 2008
Liberación. 2ª parte.
(Por P. M.) Alfredo tenía un amigo llamado Andrés. Ambos eran inseparables, uña y carne, unidos por un destino común y por la letra inicial y final de sus nombres de pila. Andrés no tenía padre, ni madre, ni casa, ni coche y sin embargo seguía siendo católico. Su historia, la historia de su vida, puso punto y final a un periodo muy lindo en el desarrollo de la prosa historiográfica valona. Esto quiere decir que Andrés era escritor, y de los buenos, o mejor, de los auténticos, de aquellos cuya única intención era la de ganar dinero. Puede decirse que Andrés era un inconformista, un fracasado, pero nadie defendería esta afirmación ni a pie ni a caballo. Él pensaba que la literatura era un instrumento mediante el cual las letras se insertaban de modo cabal en un medio de expresión físico y a la vez sentimental. Andrés no sabía lo que decía, era un loco extravagante que dormía en los parques sobre lechos de hojas secas de periódico. Y era feliz. Como Manolo, como Alfredo, era feliz. Nadie le decía lo que tenía que hacer y podía entrar y salir de casa cuando y como le viniese en gana. Esto no es cosa de risa y mucho menos de llanto. Simplemente es un retruécano, uno de esos que hay por ahí, por el mundo, tirados en las papeleras y en los jardines privados. Andrés tampoco conocía a aquel hombre que trabajaba en una cantera y que vivía en una choza de techo de paja. Pero no le importaba porque a nadie le importa lo que pongan los demás en los techos de su casa. Andrés no oía. Era sordo como un caldero, o como un chorizo de Cantimpalo. Nunca oyó de nadie palabras piadosas, ni de conmiseración, ni de duda, ni de nada. Él no pertenecía a este mundo, sino al otro, aquél que nadie conoce ni desea conocer, aquél en el que nunca se trabaja ni se quiere trabajar, al mundo de Yupi.
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