(Por P.M.) Maruco. Maruco. Maruco... Maruco era un líder nato. ¡Qué ególatra, qué presuntuoso, qué aorta! Su patria fue su raqueta, su alegría, su troquear. Maruco, hijo de esa inmortal castañera de los cuentos infantiles, abandonó a su esposa a los 6 años. Jugaba bien al baloncesto, y al mus, y a las tabas. Nunca perdía, ya que siempre sumaba todos los ases en vez de restarlos, o dividirlos. Maruco aborrecía la frase corta y la dicción interjeccional. Y apelaba al sentido del buen gusto clásico. La suerte, decía él, no se busca, sino que se compra. Como los hongos o los paragüeros. Era Maruco un figurín abigarrado, hijo de la posguerra y de todas esas cosas que ni siquiera me atrevo a nombrar. Sí me atrevo. No, otro día. Estaba en posesión de un pequeño automóvil, o sea de un auto, pero de un auto absolutamente cuerdo, sentimental y de enorme sabiduría. Este, por llamarlo de alguna manera, Coche, era el mejor y único amigo de Maruco; aún más, era su consejero, su verdugo, su señor feudal y su martillo. Lo cierto es que ese coche diminuto era algo más que un burdo montón de chatarra con motor de explosión, era un edil curul de la vieja escuela. Daba anuncios pitagóricos y consejas ciceronianas. Esto le venía de escuela ya que en sus juventudes alemanas frecuentó las tertulias que encabezaba Rummenigge en la confitería de la Strasse. Maruco era peligrosamente avanzado en su ideología, la ideología siempre por delante y el tiempo siempre por detrás. De ahí que disfrutara tanto con las conversaciones del viejo carroza que siempre acababa enfadándose y bramiendo sofismas por los cuatro pistones. Tiene gracia. El hijo de la castañera, eximia figura de la fogonería andante, sólo y perdido en un garaje privado, hablando de fútbol con un ridículo turismo alemán de los años veinte. Maruco nunca fue muy listo; no hablaba con nadie, no patinaba con nadie, no presumía de nadie... En fin, estaba loco. Di que sí.
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